martes, julio 07, 2009

De cómo crucé la frontera entre Panamá y Colombia, parte 1: Puerto Obaldía

En mi última semana en Panamá le di algunas clases de español a Steve, un inglés que se untaba constantemente con protector solar. Como él también tenía que ir a Colombia, se sumó a mi viaje.
Llegó el miércoles. Me levanté temprano y me hice unos pancakes con banana y syrup. Me despedí de Dave y todo el grupo de gente del Luna´s Castle, y me fui con Steve al aeropuerto. En la pista nos esperaba una avioneta blanca a hélice. Los asientos eran pequeños. Me acomodé como pude y me puse el sombrero sobre la cara, decidido a dormir un poco. Apenas cerré los ojos un poco. Me desperté y miré por la ventana, y vi el mar azul, y la luz del sol, y las playas allá abajo, y las islas acá y allá. Formas increíbles muy cerca de la costa. Las pocas casas y caminos se veían desde el aire como juguetes de un chico distraído. Durante dos horas volamos sobre el paraíso, y justo cuando se empezó a nublar descendimos, pasamos por debajo de las nubes y bajamos en una pista de tierra entre un motón de casitas, en un pequeño espacio costero rodeado de selva. Era la base militar de Puerto Obaldía. Muchos hombres de uniforme camuflado y fusil al hombro iban de un lado al otro. Me puse un poco nervioso, como siempre que estoy rodeado de muchos militares o policías. No puedo evitar verlos como el enemigo, no hay caso. Especialmente a los panameños, que siempre tienen cara de mal humor, y que allá en Ciudad de Panamá me dieron tantos disgustos, como la vez que me sacaron el pasaporte y me dijeron que me había pasado de la fecha (no, no me había pasado) y me lo devolvió solo a cambio de veinte dólares, que para colmo yo no tenía y tuve que conseguir prestado, hijo de remil puta. Le deseo de todo corazón mucho sufrimiento y una muerte dolorosa, si se puede después de haber sido sodomizado por un burro con sífilis.
En Puerto Obaldía mi problema fue otro. Ya había buscado mi equipaje y me dirigí a la oficina de migración a sellar el pase de salida de Panamá, lo cual hice sin ningún problema. Cruzando una calle de tierra estaba la oficina del consulado colombiano. Era -igual que todas las otras edificaciones del pueblo- una casita vieja de madera, pintada de algún color que quizás fuera azul, o verde, o amarillo, pero creo que no rojo. Entré, presenté mi pasaporte, y la señora ahí sentada me dijo: ¿Prueba de salida de Colombia?
¿Qué?, le dije
Prueba de Salida de Colombia. Un pasaje de avión o de bus que indique cuando usted se va del país.
No tengo. Pensaba comprar allá un pasaje de bus.
No, no le puedo sellar el pasaporte si no tiene prueba de salida.
¿Y como consigo prueba de salida? ¿Donde compro acá?
Allá hay una internet, puede comprar e imprimir.
En eso se me acerca un tipo y me dice que él me puede ayudar. No confío mucho en la gente que ofrece ayuda, por desgracia. Suelo creer que todos tienen un segundo motivo para todo, que todos quieren algo a cambio. Cuando estás viajando es todavía peor, porque todo el tiempo estan queriendo sacarte algo a cambio de lo que sea, te presionan y te juegan con la culpa y más de una vez compraste alguna pelotudez innecesaria, y desconfiás. Este tipo me ofreció una mano, y naturalmente sospeché algo oscuro. Pero no tenía muchas opciones, así que lo seguí. Me llevó a la vuelta de la esquina, donde estaba su negocio de internet, el único del pueblo. Ahí me dijo que podría entrar al sitio de alguna aerolinea e imprimir la pantalla de la reserva, para la cual no hay que aportar aun los datos de la tarjeta. Hice una reserva en Copa Airlines de Bogotá a Quito, imprimí la pantalla. Le pregunté al hombre por qué me ayudaba. Me dijo que no quería que la gente se quedase atascada en el pueblo durante toda una semana. Le ofrecí plata y sólo me aceptó un dolar, por la internet y la impresión.
Fui al embarcadero, una estructura decadente en una rincón. Flotando sobre el mar estaba la embarcación que me iba a llevar a Capurganá, ya en Colombia. El camino había que hacerlo por mar porque en esa zona la selva es muy densa y el camino puede hacerse peligroso. También hay ligeras posibilidades de encontrarse con la guerrilla, dicen, pero eso ya suena más a amenaza que otra cosa. El barquito, no, no era un barquito, era una lanchita, un botecito a motor. Estaba empezando a llover, y se había levantado un poco de viento. Un tipo agarró nuestro equipaje y lo cargó en el botecito. Después fuimos subiendo al bote, para lo cual fue necesario meter los pies en el agua tibia. No nos dieron salvavidas.
Ellos no se quieren morir tampoco, así que si salen igual con el día así es porque está todo bien, razoné. El botecito tomó velocidad y empezó a rebotar contra las olas. Pegaba saltos. La proa se levantaba hacia el cielo, y después caía. Entraba agua por los costados, que era justo donde yo estaba, agarrado del borde. La chica de atrás mío vomitó por la borda, y le di una de las pastillas contra el mal de movimiento, que había tenido la precaución de comprar, y que me estaban haciendo -obviamente- buen efecto. Fueron cuarenta minutos así hasta Capurganá.

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