lunes, julio 23, 2007

Parte IV: Mision familiar en Tilcareta

Más que Tilcara, debería llamarse Tilcareta. A medida que uno se acerca a la infaltable plaza principal, empieza a notar las chicas de enormes anteojos oscuros y vestimenta de moda asoleándose en bares más propios de Cariló que del norte, pelados musculosos con tatuajes vacíos, acentos de Recoleta y San Isidro. Al llegar a la plaza, la cosa no mejora: un monton de pseudoartesanos ladris que hacen trensitas a las chicas a cambio de dinero y la posibilidad de chamuyo, y los precios mas caros que se pueden cobrar por un gorrito de lana resaltan con violencia. Enfrente, una casa de videojuegos libera música estridente y sonidos electrónicos. Tilcara creció sin crecer, se maquilló, y se transformó en Tilcareta. Me habían hablado mucho de éste lugar, y me decepcionó mucho lo que me encontré al llegar. Mientras estaba en la plaza, meditando sobre la invasión capitalista, "Here comes the sun" me empezó a salir del bolsillo. Mi viejo me estaba llamando al celular (otra que capitalismo).
-"Tengo una misión para vos", dijo.
-"¿Una misión? ¿De qué estás hablando?"
-"Tu bisabuela siempre quiso ir a Tilcara, era su sueño. Cuando tu hermano estubo por allá, dejó una flor en la iglesia en su nombre. Me gustaría que hagas lo mismo."
Así fue como me comprometí a honrar la memoria de mi bisabuela. La gran pregunta era, ¿dónde conseguir una flor en medio de tanta aridez? Bueno, no podía ser tan difícil... alguna clase de flor tendría que crecer por ahí, ya podría encontrar alguna mientras íbamos al Pukará. El calor amenazaba con hacernos entrar en estado de liqüefaccion, y las botellas de agua mineral helada no eran más que un consuelo momentáneo. Salimos del pueblo y cruzamos un puente sobre un río de un lecho enorme y casi seco. Los cerros de la precordillera se imponían contra el cielo azul, y tuvimos que detenernos un momento para dejar que la belleza nos penetre los ojos. En medio del polvo y de historias de arañas y otros bichos, seguimos caminando hasta el Pukará, o Pucará, depende de como se lo quiera escribir. Aquí hago un breve paréntesis para introducir un poco de información cultural: Wikipedia nos dice:
El Pucará de Tilcara es una fortaleza construida por los tilcaras, una parcialidad de los indios omaguacas, en un punto estratégico sobre la Quebrada de Humahuaca. Se encuentra al sur de la ciudad de Tilcara, sobre un morro, a 80 metros de altura sobre el Río Grande de Jujuy, que allí corre a 2.450 m sobre el nivel del mar. Fue un lugar ideal para defenderse de los ataques: Dominaba el cruce de los dos únicos caminos del lugar y por un lado la defienden los acantilados sobre el Río Grande y por el otro las ásperas laderas. En los faldeos más accesibles construyeron altas murallas.
Es una de las más importantes y conocidas de las antiguas poblaciones prehispánicas de la región Humahuaca. Tiene una extensión de 8 a 15 hectáreas y aproximadamente 900 años de antigüedad. En el pucará se identifican varios barrios de viviendas, corrales, una necrópolis y un lugar para ceremonias sagradas, entre otros espacios.


Gracias Wiki. Vuelvo, entonces, a la narración. Entramos al predio del Pukará, ascendimos por entre sus piedras muertas. En lugar de dejarlas descansar en paz, los arqueólogos decidieron darles la forma que, aparentemente, tenían, y reconstruyeron murayas, caminos, y casas. Ojo, no me quejo. La sensación que daba ese pueblo muerto, ese testimonio de lo que fue y lo que pudo ser, es sobrecogedora. Llegamos a la parte más alta, y sobre una meseta de piedra moderna y de significado incierto, nos sentamos a merced del viento, y sacamos los charangos. Santi y yo le tocamos a las montañas, al viento, al Pukará, a los Tilcaras e incluso a los Tilcaretas.
Desde lo alto se veía una cruz enorme en la cima de un cerro mucho más alto que aquél en el que estábamos. Al regreso, Santi, Gon y yo decidimos subir. El camino de ascenso era angosto y estaba lleno de piedras que se deslizaban bajo nuestros pies como un río. Gon se quedó a mitad de camino. Santi se adelantó. Yo, terco, seguí a pesar del vértigo creciente. Estaba bastante alto cuando empecé a pensar que era mala idea. El viento me bamboleaba y el mundo allá abajo estaba compuesto por un montón de juguetes. El Pukará parecía la aldea de los Pitufos. Pero la cruz estaba cerca. Seguí, pues, decidido y asustado al mismo tiempo. Llegar, al fin, valió la pena. La cruz no era más que una cruz, pero también era los hombres que la llevaron hasta allí, los que subieron a verla, los que desde ahí miraron ese Pukará de los Pitufos como yo lo miraba ahora, sintiendo el viento que me zarandeaba y viendo los cerros con sus infinitos colores. Me invadió una sensación de majestad, y quise gritar.
Nos quedamos un rato corto que fue largo, de quince minutos o cuatro horas. La bajada me dió aún más miedo, pero llegué abajo sano y salvo, con sólo un par de cortes y mucha tierra como evidencia de mi hazaña. En toda la escalada no había visto ni una sola flor.
Volvimos al pueblo, y a esta altura la falta de flores se hacía alarmante. Dejé al resto del grupo en la plaza y me fuí hasta la iglesia. Jesucristo estaba en la entrada, y me prestó una flor tímida para llevar adentro. Me arrodillé frente al altar y le hablé a un dios que no sé si existe y a una bisabuela que no conocí y que ni sé si puede oirme (quizás porque está sorda, quizás porque el mas allá no tiene buena acústica, quizás porque dejó de existir hace ya tiempo). Elegí creer, aunque sea por ése rato, en Dios, en mi bisabuela escuchándome y hasta sonriendo frente a esa florcita humilde.
La misión estaba cumplida. Ya sin nada más que ver y decididos a no quedarnos en Tilcareta, fuimos a la estación de bondis para ir a Purmamarca. Pero no había pasajes, y sólo conseguimos uno que nos dejaba sobre la ruta, a unos pocos kilometros...