martes, diciembre 09, 2008

Pura Vida

Viajar de San Salvador a San Jose, Costa Rica, fue facil, aunque largo, y el periplo transcurrió sin mucho para reportar, además de lo curioso de atravezar tres fronteras en un mismo dia. El micro llegó a San Jose un poco mas tarde de lo que se suponía, a una especie de garage que hacia las veces de terminal. Solo digo que hacia las veces de terminal porque ahi terminaba el bondi, pero la verdad que no era más que un garage en una zona bastante oscura y poco amigable de la ciudad. A la puerta se agolpaban los taxistas que intentaban convencernos de las bondades de viajar con ellos.
Me comuniqué con Gabo, mi contacto tico, y fui a su casa. A Gabo lo había conocido un par de años antes en el hostel en el que yo tabajaba en Buenos Aires. Es periodista, le encanta el rock, y sabe bastante más que yo de música argentina, al menos de la reciente.
Esa semana lo acompañé por las universidades de la ciudad, bajo una lluvia casi constante que duraría toda la semana, repartiendo volantes y pegando carteles del evento que estaba organizando, Radio Night Live, con las presentaciónes de Balerom, cantante de Evolucion, y Pedro Capmany, el hijo de Jose Capmany, padre del rock tico, a las 8:00 pm del jueves 16 de octubre, cover 2500 colones. Tambien estuvimos por el set del programa "Decile a Mama que estamos todos bien", y participé en la preproducción y la filmación de la nota sobre las busetas amarillas, que desde hace no se cuanto se viene retrasando su salida a las calles, y que el sistema de transporte de San Jose necesita de estas busetas, y la ministra no responde el telefono, y el stress, pero en definitiva todo salio bien, y se hizo el evento, y me emborraché bastante y al volver dormí como un bebé.
El día siguiente amaneció soleado, o eso supongo, pero la verdad que no me desperté al amanecer, sino a eso de las 10 y media de la mañana, y fui rapidamente, a pesar de una cierta resaca, a tomar el bus hacia Puerto Viejo de Talamanca, en la costa atlántica de Costa Rica.
Om. Zen. Paz. Reggae. Playa. Sol. Estrellas. Mosquitos, muchos mosquitos. Rastas. Rocking J´s. Negras. Hierba. Charango. Tempranito. Esas son algunas de las palabras con las que puedo describir los diez dias que pasé en Puerto Viejo, relajado y sin prisa, si necesidad de hacer nada, solo y no solo, autosuficiente, contemplativo. Dormía en una carpa dentro del hostel Rocking J´s, y pasaba las noches en su pequeña playa. El mar formaba piletas de plata en los corales muertos, bajo la luz de una luna enorme. Las estrellas cubrian todo. El horizonte amenazaba con una tormenta perpetua que nunca terminaba de llegar, y alguna que otra lluvia esporádica no cumplía lo que los relámpagos parecían prometer cuando iluminaban la noche. Como otras veces, sentía todo el universo ligado, y yo no necesitaba más que ser y contemplar, fumando tranquilo en las noches, echado en la arena bajo el sol, o jugando con la mar durante los dias azules. Por la mañana desayunaba en La Casa del Pan, atendida por Cesar, un argentino de los tantos que viven en Puerto Viejo. El pueblo, pequeño, selvatico y caribeño, alberga a unos 150 argentinos que alguna vez vinieron buscando un paraiso, y yo diria que encontraron algo lo suficientemente parecido como para quedarse.
Mi playa favorita era Cocles, a solo unos diez minutos del hostel por un sendero entre los árboles. A unos doscientos metros de la playa había un islote verde, majestuoso. La playa era larga, y las olas, parecidas a las que conocía de las playas de la provincia de Buenos Aires, pero con un mar más cálido y más azul y claro.
Seguían las playas de Punta Uva, a unos pocos kilómetros. El camino se podía hacer en bicicleta, y pasaba bajo monos aulladores que miraban con ojos sabios desde las ramas de los árboles. No se podía seguir más allá de un pequeño parque nacional, y ya no muy lejos, estaba Panamá.
Así pasaron diez días hasta que me agarró de nuevo ese picazón en los pies que me dijo que era hora de irme. Tomé mi mochila, entonces, y sin pensarlo dos veces me fuí a Bocas del Toro, Panamá, y con tanta decisión dejé olvidados mi toalla, mi traje de baño, y más importante que todo esto, el gorro verde que había comprado en Salta, un gorro que por muchas razones me resultaba especial, y que fue algo más de lo que tuve que desprenderme en este viaje, otra lección para aprender a aceptar las pérdidas, porque uno puede perder todo, y en definitiva no importa, mientras no se pierda a sí mismo.

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