Si no hubiera estado tan entusiasmado por el viaje, no habria podido levantarme de tan buen humor a las 5:30 de la mañana. Pero ahi estaba, con una gran sonrisa mientras esperaba que Julia y Maddie se desesperezaran para emprender el camino hacia Guatemala. La idea, en principio, parecia bastante simple: tomar algo desde San Cristobal hasta Tapachula, cruzar ahi la frontera, y de ahi agarrar algo para Antigua.
"No, Tapachula te queda muy lejos. Tienes que ir hasta La Mesilla, y cruzar ahi", me dice el boletero de la estación de buses de segunda clase, mi favorita.
"¿Y como voy?"
"Tomas dos camionetas hasta Ciudad Cuahutemoc, de ahi un taxi hasta La Mesilla. Ahi cruzas la frontera y tomas un bus desde ahi."
Y ahi fuimos, en dos combis hasta Ciudad Cuahutemoc, y de ahi tomamos un taxi que nos cobró de más hasta La Mesilla, y ahí, entre puestos de venta de lo que sea, mucha suciedad y malos olores, pasamos por migraciónes, y estábamos en suelo Guatemalteco. Ya de ése lado de la frontera, empecé a preguntar por la parada de los buses de Estrella Amarilla, que iban directo desde La Mesilla hasta Antigua. Todos me decían que estaba unos pocos metros más adelante, y ahí íbamos, las dos suecas y yo, camino arriba con nuestras mochilas a cuestas. El calor y el monóxido de carbono, que reinaba por sobre todo otro gas, me estaban dando dolor de cabeza. Sudaba tanto que realmente comprobé que somos 70% agua, y de hecho creo que yo andaba por el 50% con suerte. Las suecas la llavaban peor. Ya ni siquiera hablaban, excepto para quejarse o decirme que preguntara una vez más por la estación de buses.
La ciudad estaba desapareciendo entre los montes, y el camino se extendía por los siglos de los siglos, amén, hasta que llegamos a una curva. Las suecas casi se amotinan. Pregunté una vez más, y me indicaron que nuestro ansiado destino estaba del otro lado de la curva, y esta vez era cierto, pero resulta que el equipo de fútbol de La Mesilla tomaba ese bus los sábados, y por esa razón no saldría hasta el día siguiente. Nos pusimos a putear, y hasta el cielo se nos unió en la tristeza, descargando sobre nosotros una hermosa lluvia fresca que a mi no me venía mal para lavarme la traspiración.
Mientras estaba parado bajo la lluvia listo para largar mi mejor puteada, unas personas me dijeron que esperara a la vera del camino (siempre quise decir la "vera" el camino, pero no había tenido muchas chances de usar esa palabra. Generalmente termino diciendo al costado, lo cual suena más natural, pero me importa tres belines.), porque por ahí pasaba un bus a Huehuetenango (cariñosamente llamado "Huehe"), desde donde podía tomar uno a Cuatro Caminos, y desde ahí sí, llegar a Antigua. No tuve que esperar mucho para que un colectivo viejo y pintado de muchos colores se asomara por el camino. Le hice señas, y el bondi Bluebird, en su modelo Canadian Bluebird, se detuvo frente a nosotros. Su motor bramaba como un bisonte con catarro, y se pedorreaba humo negro. Un ser sobrehumano con la agilidad de un mono entrenado por Bruce Lee, tomó nuestro equipaje y lo puso en el compartimento del techo. Dentro del bus había bastante lugar, y nos sentamos por atrás, en asientos cercanos. Yo estaba al lado de un señor que cargaba instrumentos de jardinero y balbuceaba palabras ininteligibles. En el asiento contiguo estaba sentada Julia al lado de un niño. Maddie estaba delante mio, y en el asiento justo delante del suyo, había un tipo que no disimulaba ni un poco para mirarla. La cabeza dada vuelta, mirándola fijo con ojos impenetrables. Yo, a su vez, sin saber si convenía ser bravucón o quedarse en el molde, me limitaba a mirar fijo al tipo este, con la esperanza de que eso lo amedrentara un poco, y de que no lo tomara como una amenaza y me destripara al bajar, lo cual como todos sabemos, es perfectamente factible. Pero el viaje no tuvo sobresaltos, aunque sí muchos saltos del bus en los caminos del norte de Guate, y también un exceso de población, siempre entraba uno más en el bus, y ya éramos cuatro sentados en asientos diseñados para dos personas. Dos horas después, llegamos a Huehuetenango. Ni bien bajamos nos asaltó un grupo de mensajeros busísticos, que tiraban de nuestras mochilas y nos preguntaban nuestro destino. "Cuatro Caminos", "Por aquí, deje, yo lo llevo" y así nomás terminamos en otro Bluebird que nos llevó en un viaje similar al anterior, pero un poco peor, más superpoblado, y que ocasionó bajas en el mundo canino al atropellar sin piedad a un perro en la ruta, ante el llanto desconsolado (no tanto, pero casi) de las suecas, que resulta que son vegetarianas y defienden a los animales, porque en su país las cosas andan bien y tienen tiempo libre para preocuparse por esas cosas.
En algún momento del trayecto, pero no se bien cuando, decidimos que íbamos a ir a San Pedro, en el Lago Atitlán, porque quedaba más cerca que Antigua, y además nos habían dicho que era muy lindo.
En Cuatro Caminos decidimos parar un momento a recuperar fuerzas, comer algo, ir al baño, y averiguar cual era la mejor manera de seguir. Para ello tuvimos que pelear por nuestras mochilas con la gente que queria meternos en uno de sus bondis yendo a quien sabe donde, que tironeaba de nuestro equipaje constantemente y entendia la palabra "No" recien a la quinta vez que uno la repetía. Finalmente descubrimos que si queríamos ir a Panajchel, en el Lago Atitlán (que es destino obligado antes de ir a San Pedro), debíamos ir primero a otra ciudad (cuyo nombre se perdió en las arenas de mi memoria) y de ahi, finalmente, tomar un último y triunfal colectivo hasta el Lago Atitlán. Esta última etapa fue igual de incómoda y divertida que las anteriores, pero con el ingrediente de la lluvia (un condimento usual en todos mis viajes). LLegue a Panajchel mojado, sucio y agotado, pero más que nada, feliz de no haber tomado el bondi directo. Había gastado menos de la mitad, y había visto más del doble.
martes, octubre 21, 2008
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